El Fracaso

Dado el punto personal en el que me encuentro y haciendo un paréntesis en este más que caluroso verano, he optado por dedicar unas líneas a un acto que, más que físico, lo definiría como abstracto: el fracaso.
No sé si existe en su totalidad o es más bien algo que se crea en el subconsciente como fruto del temor que nos desprenden ciertos aspectos de la vida, pero la cuestión es que tal posibilidad se revolotea en mi mente día sí y día también.

Talvez el fracaso sólo sea palpable en aquellos quienes apuntan demasiado alto en la vida. Entonces yo tengo muchas posibilidades de ser una de sus discípulas. Pero no creo que sea ésta la definición de una palabra que produce temores en mis adentros.
L
ejos de los fracasos sentimentales y personales, por los que repetidamente pasé, está el fracaso profesional. Pero estas siete letras que pretenden lanzarme al suelo antes de tiempo, se topan con una botella medio llena que desmonta los cimientos que unen de tal forma sus vocales y consonantes.
D
istintas personas me han dicho frases que jamás hubieran podido salir de mí, excepto la última. Y, después de pensar cada una de ellas, sé que tienen razón. Porque fracasar no significa que no se logró nada, sino que se aprendió algo. No significa falta de capacidad, sino que se deben hacer las cosas de distinta manera. No es sinónimo de inferioridad, sino de que no se es perfecto. No significa que jamás lograrás tus metas, sino que tardarás un poco más en alcanzarlas. Y sobretodo, no significa que Dios te haya abandonado sino que, por el contrario, tiene una idea mejor para ti.
Q
uien algo intenta, está sujeto a fracasar. Quien nunca da un paso adelante, aparentemente no fracasará. Pero en realidad el error lo comete quien no se arriesga por miedo a la frustración. Y eso no lo he aprendido ahora, sino hace más de una década. Y teniendo en cuenta que tengo 21 años, era toda una niña…
H
ace años, cuando era pequeña, esperé en la mesa hasta que todos terminaron los postres. Habíamos comido fruta, en su mayor parte nísperos. Así que a escondidas cogí los restos que habían quedado de esas coloridas frutas, y las planté en el jardín. No dije nada a nadie, y durante años, las fui regando. Al cabo de un tiempo, esas semillas se transformaron en un matojo de hojas y troncos resistentes que no sólo no daban frutos, sino que además impedían que pudiésemos entrar en casa si no era agachándonos. Mi abuelo cortó el arbusto por la raíz, y yo eché a llorar como una niña, que en aquellos momentos es lo que era. Mis padres no tenían ni idea que durante años había estado regando una pulpa que cogí de la mesa–con agua que escondía repetidas veces en mi boca, para que no me viesen- para darles una sorpresa: un árbol que les daría las frutas que tanto les gustaban. Cuando escucharon mis razones, mi madre me dijo No tienes que arrepentirte de lo que has hecho, solo debes hacerlo de aquello que no has hecho. Esa frase penetró en mí como un puñal pero, a diferencia de éste, tan solo fue para bien.
D
e esta manera, antes de plantearme las situaciones siempre pienso en la frase que me dijo un día mi madre, y en la que tanta razón lleva. Es un buen aliciente para arriesgarme en aquello que deseo. Y si caigo, vuelvo a levantar. Los rasguños se curan con el tiempo. Por el contrario, peor sería permanecer en el suelo para así no resbalar.

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